Don Pedro Albizu Campos

Reminiscencias Personales

Don Pedro, en vez de recirbirme con su bienvenida calurosa y sonriente, con los brazos abiertos como era su costumbre, me recibió con silencio austero. Me colocó en las manos un papelito:

Noviembre, 1944
Un llamado a la Acción Directa y pacifista
XXXXOradora: Miss Jean Wiley
XXXXTiempo: Para meditar, 10, minutos
XXXXTiempo: Para pronunciar, 15 minutos.

A la cabecera del patriota y maestro, Lcdo. Pedro Albizu Campos, estaba yo a punto de pronunciar el primero de mis ensayos de un discurso. Tenía que ser convincente en mi exposición a favor del pacifismo ante el jefe revolucionario del movimiento independentista puertorriqueño. Don Pedro, conociendo la historia del movimiento de Gandhi, había escogido como modelo a los patriotas irlandeses en su lucha libertadora.

Después de seis años de permanecer en la Penitenciaría Federal de Atlanta, don Pedro fue recluido en el Columbus Hospital en la ciudad de Nueva York, con la salud destruida y una condición cardíaca peligrosa. Los años de maltrato en esa cárcel del Sur de los Estados Unidos por poco lo matan. Cuando la poetisa chilena Gabriela Mistral trató de visitarle en Atlanta, dijo, "Miraba, con cuánta pena, a aquella estructura inmensa de piedra donde se había encarcelado al puertorriqueño—tal vez al latinoamericano—más valiente...."

Se había invitado a los integrantes de nuestra Ashram de Harlem, pacifistas que vivíamos en colectivo y activos en la lucha por la justicia racial—a conocer a don Pedro. Como nuestro maestro, Jay Holmes Smith, era un seguidor de Gandhi, estábamos todos identificados con el movimiento de solidaridad por la descolonización de la India. ¿Por qué no un movimiento de solidaridad con la descolonización de Puerto Rico? don Pedro nos retó. En repuesta a este reto, Ruth Reynolds y yo nos comprometimos cada una a dedicar un día a la semana a don Pedro. Todos los jueves me tocaba estudiar el español y la situación colonial de Puerto Rico. El almuerzo era una hora de descanso. Reclamando no querer los platos de todos los días del hospital, don Pedro me pedía que comprara sandwiches para él mientras yo comía su dieta de enfermo. Las tardes quedaban libres para la visitas de sus compañeros. Llegaron multitudes, sombrero en mano, impecablemente vestidos, los ojos clavados en don Pedro con una devoción intensa. Dejaban sobres con donativos, pero don Pedro terminaba compartiéndolos con otros, argumentando que él tenía muy pocas necesidades personales.

El don Pedro que yo conocí, vestido de pijamas y de hablar bajo y suave, era muy diferente a la figura pública, al orador de palabras candentes, tan distinguido con su traje formal y corbata de lazo negro. Lo conocí no como el gran patriota de quien se hablaba con tanta reverencia en todo Puerto Rico, sino como un amigo personal, de mirar intenso y fijo en la persona con quien hablaba, y de un calor humano y gran afecto. Con su gentileza y humildad lograba que en su presencia todos se sentieran cómodos. Así es que no fue hasta mucho después, cuando leí sobre él y sobre su magnífico liderato en el movimiento independentista, que me di cuenta de la verdadera dimensión de su figura.

Una vez me dijo en broma que iba a salir de su cama de enfermo para participar en una actividad y que resultaría ser el hombre más guapo allí presente; fue con un sentido de humor de niño travieso. Muy bien pudo haber sido así. Tenía una tez color caramelo, rasgos muy regulares, un bigote siempre bien arreglado y ojos castaños que reflejaban mucho sufrimiento cuando hablaba de las injusticias cometidas en contra de su pueblo, pero que al surgir un conflicto, chispeaban.

Llegaron días excepcionales. Como cuando el congresista norteamericano Vito Marcantonio descubrió que se había colocado un aparato electrónico para grabar las conversaciones en el cuarto de don Pedro. El congesista gritó de la cólera y arrancó el aparato de la pared. Como otro, cuando nos pidió a nosotras—a Ruth y a mí—que estuviéramos presentes para servir de testigos de cualquier acontecimiento. Se le había amenazado con otro arresto por negarse a firmar documentos comprometiéndose a dejar de hablar en favor de la independencia. Temíamos por su vida, sabiendo que lo precario de su salud no aguantaría otro encarcelamiento. Percibíamos a personas ocultas en los portales cercanos en el hospital durante el día, preparadas, sin lugar a dudas, para defender a su líder si fuera necesario, pero no hubo arresto.

Pese a que don Pedro supo que éramos pacifistas, y siempre nos respetó, mantuvo la posición de que sus seguidores debían manteners preparados para defenderse—aun nosotros, si fuere necesario. A pesar de no coincidir en este punto, le venerábamos por su inmenso talento y por su amor apasionado por Borinquen (nombre histórico de Puerto Rico). Compartimos su ideal por un Puerto Rico libre y soberano.

Graduado de la Facultad de Leyes de la Universidad de Harvard, era un orador brillante, que logró persuadir a sus seguidores a participar en revueltas contra la represión y explotación impuestas por los Estados Unidos. El ejemplificaba el fervor de nuestro propio patriota americano, Patrick Henry, quien declaró: "¡Que me den la libertad, o me den la muerte!" A su hora, la muerte llegó a don Pedro por la causa a la que se había consagrado.

Conocí a don Pedro como un ser humano caluroso y sensible, un católico devoto con un gran amor por su pueblo y compasión hacia toda la humanidad. Como abogado, era hábil y brillante en su análisis de la situación de Puerto Rico. Un hombre de cultura profunda, amaba grandemente la poesía y la música de su país, regalándome discos y libros de música con las danzas de su tío, Juan Morell Campos. Una de mis asignaciones fue un discurso sobre "La Contribución del Negro a la Música de Estados Unidos". Muchas veces me pidió recitar, parada al pie de su cama, la totalidad del poema que empieza: "Borinquen, nombre al pensamiento grato como el recuerdo de un amor profundo".

Cuando mi participación en los preparativos para lograr traer al gran poeta canadiense Wilson MacDonald a Nueva York, me obligó a sacrificar uno de mis días regulares con don Pedro, él me envió una nota: "Maude viene el sábado por la mañana. Mi rival MacDonald me obliga a esperar para verte a su convenciencia."

"Cuando venga le voy a disparar," me bromeó. Pero cuando llevé al poeta a su cama de enfermo, don Pedro gozó enormemente de la lectura dramática que hizo de sus poemas, y después me dió un sobre con efectivo para él, pues supo que lo necesitaba.

Con relación a don Pedro, escribió MacDonald, "Siempre me quedaré con el recuerdo del día que me llevaste al Hospital Columbus a conocer al Lcdo. Pedro Albizu Campos y mis conversaciones encantadoras con este Apóstol de la sensibilidad."

Don Pedro mostró su creatividad poética cuando escribió una tarjeta de Pascua con relación a la creación y la resurrección: "Desde la cantera de las sombras, la raya creativa de la luz creadora talla cada ser con su propia sombra."

Cuando le dije que me iba a casar con Abe, don Pedro nos llamó para darnos su bendición. Bebiendo una gota de su propia copa, compartió el resto de su vino con nosotros para que nos sintiéramos todos unidos al beber de la misma copa. Con Abe a un lado de su cama y yo en el otro, nos abrazó a ambos. Tocándole el pelo a Abe, nos dió un discurso muy tierno con relación al amor, el matrimonio y la familia. Sus pensamientos fueron tanto prácticos como idealistas. No encontró conflicto entre el deber de uno hacia la propia familia y el deber hacia la sociedad. "El hogar es un santuario," nos afirmaba, y a Abe en particular le exhortó: "Sacude todo lo que sea cruel y grosero antes de entrar a tu casa, como te quitarías tus zapatos antes de entrar a un templo. Da lo mejor de tí mismo en el hogar."

Nos urgió a casarnos antes de que Abe fuera a la cárcel como objetor de conciencia, aconsejando que ésto le daría más valor. Cuando tratamos de despedirnos, don Pedro nos detuvo con firmeza. "Tenemos que celebrar." Pinto Gandía nos había dejado con un "¡Regresaré!" furtivo. Y regresó, por fin, con una canasta de comida típica sabrosa—fricasé de pollo, arroz, ensalada de hongos y más.

Después de esta visita de dos horas y media, nos abrazó de nuevo y nos pidió que volviéramos pronto. Cada momento de la visita quedó como tallado en una perla exquisita de hermosura y alegría. Todo fue armonía y perfección, sin que sobrara ni una palabra.

Después llegó el momento de festejar mi salida de Nueva York para reunirme con Abe en California. "Una fiesta para mi familia de Ashram ha sido arreglada en tu honor," escribió don Pedro. "Trataré de estar presente. No dejes de llevar a Jay, a Maude y a Ruth. Espero que sea una noche perfecta de alegría e inspiración." Su oferta de participar era una broma de su parte, pues sabía que no podría salir del hospital. La fiesta consistió en una representación de la ópera "Pelleas y Melisande" por la Opera Metropolitana. Sabía de mi dedicación a la música y al francés.

Llegó el día de mi partida. Fue una despedida dolorosa. Una vez en California, Abe y yo recibimos cartas felicitándonos por la boda y luego por el nacimiento de nuestro hijo, David. "En el matrimonio," escribió, "la relación más privilegiada es la esperanza de identificación. La realización de esta esperanza significa el arrobamiento." Con relación a nuestro trabajo con niños impedidos, escribió: "Rara vez he leído algo tan conmovedor como el recuento de las actividades con las cuales entretienen a sus niños para que sean felices, cobren confianza en sí mismos y mantengan en sus corazones inocentes la esperanza, la fe y la alegría."

En otra carta expresó su pena al no poder ayudarnos económicamente. "Me resulta claro que nuestros amigos tan queridos tienen dificultades con su presupuesto.... Perdóneme el decirlo, porque no la pidieron, pero siento una gran solidaridad hacia ustedes, y siento la realidad económica que confrontan. Siempre les tendré en mente, buscando la oportunidad para acompañarles en sus labores tanto espiritual como materialmente."

Al saber que esperábamos nuestro primer hijo, escribió, "Tengan entre ustedes solamente pensamientos de belleza e inspiración. Creo que éste es el derecho de cualquier criatura antes de ver la luz del universo."

Cuando nuestro hijo David tenía siete meses, lo llevamos a Nueva York. Don Pedro había salido del hospital y estaba quedándose en el apartamento de un compañero. David jugaba feliz en su cama y recibió una bendición muy hermosa en español. Aunque nuestra visita no fue anunciada con anticipación, don Pedro insistió en compartir con nosotros el sabroso almuerzo que fue preparado, sin lugar a dudas, para él.

Jamás volvimos a verlo, aunque recibimos recortes de su regreso triunfante a Puerto Rico y su oratoria que, una vez más, atrajo a miles de seguidores. Luego, leímos, con lágrimas, de su nuevo arresto, y vimos fotos espantosas que revelaron como sus piernas habían sido afectadas por las torturas de radiación con las cuales experimentaron durante su encarcelación en "La Prin cesa". Al fin, sucumbió. "El cortejo fúnebre," nos escribió Ruth, "desde la iglesia católica al cementerio, era tan numeroso para la distancia que tuvimos que doblar la fila." Durante nuestra primera visita a Puerto Rico en 1971, hicimos una peregrinación a su tumba, una simple loza de mármol blanco bajo las dos banderas, la de Puerto Rico y la de Lares.

Esto quisiera decirle, mi querido don Pedro: lamento mis años de silencio con relación a la independencia de Puerto Rico, pero mi vida está desde ahora consagrada a hacer todo lo que esté a mi alcance para realizar su sueño: la independencia. Siento su espíritu urgiéndome hacia mayores esfuerzos.

Antes de caer preso por última vez, don Pedro estaba en su apartamento, le habían cortado el agua y le estaban asediando con balas que zumbaban por las paredes de su cuarto. El se quedó sentado, tranquilo, escribiendo una bendición para su secretaria que ya habían logrado encarcelar.

Se la entregó clandestinamente, cuidadosamente doblada en la mano de una guardia que llevaba el almuerzo a los presos. En parte dice:

"Dios me mire con piedad: Dame su luz. Concédeme Su vida eterna. Concédeme la humildad de nuestro Señor Jesucristo; Su amor, Su perdón y Su generosidad hacia todos aquellos que lo crucificaron. Sean éstos nuestros sentimientos hacia todos aquellos que nos harían daño. Libéranos del odio y de la sed de la venganza, y de todo sentimiento amargo contra ellos.... Imploramos Vuestra Bendición eterna, para que nos encontremos, en el momento de Vuestra Llamada, en Vuestra Presencia Divina, donde se encuentran todos nuestros seres queridos."

[Traducción por Laura Albizu Meneses]

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